Salgo del cilindro transparente en el que acaban de escanearme. La voz de mujer, hasta ahora autoritaria, empieza a gritar. La megafonía ya de por sí bastante mediocre se vuelve incomprensible. Pero el tono es inequívoco: Algo pasa. Y es seguro que me gritan a mí.
Mi compañero de viaje, más sereno y con mejor inglés, me traduce: “Que te vuelvas a meter en el cilindro”. Entro pues en el artilugio futurista: Las piernas separadas, un pie sobre cada una de las señales dibujadas en el suelo, los brazos en alto. La puerta se cierra y un haz de luz pasa veloz rodeándome. Segundo scanner.
La voz vuelve a gritar. Sigo sin entenderla. “¿Que si llevas algo encima?”. Busco en los bolsillos. Me palpo nervioso. Hago memoria. Nada. La voz sigue gritando.
“En la espalda, ¿Qué llevas en la espalda?”. ¡Mierda! ¡Lo había olvidado por completo! ¿Y ahora cómo se lo explico? ¿Cómo puñetas se dirá en inglés?
El altavoz sigue escupiendo gritos. Hago lo único que puedo hacer: Me quito la camisa sin siquiera desabotonarla y me giro para que vean mi espalda. “For no smoke”, digo mientras me señalo con el dedo el parche de nicotina que llevo puesto a la altura del omoplato derecho.
La voz se serena. “OK, continue”, dice. Esta vez sí la entiendo, a menor volumen menos distorsión. Me pongo la camisa. Me recompongo. Avanzo hacía la siguiente verja. Ya veo soldados. Salgo de la tierra de nadie.
Mi compañero se burla. Mal día y mal lugar para dejar de fumar.